Inferior

Su nombre se revela en la última página, el sabio loco Linley quien vive de limosnas, de lo poco que se le paga para que dé cursos en las universidades en donde todos se ríen de él. Teme a la muerte, sabe lo que le espera, lo ha visto desde el microscopio, desde ese lente potente y prodigioso forjado a partir de un diamante de cuarenta y ocho kilates. Lo tenía en mente desde que era un niño, su gusto desmedido por los microscopios, iniciado por un miembro de la familia, su primo, y desde entonces se entregó a su locura. Escoge un oficio, le decían sus padres, y él, ante su falta de ambición por otra cosa que su manía por las lentes escogió los cómodos estudios de medicina en la gran ciudad, al menos así se le permitiría estar lejos de la familia y dedicarse en cuerpo y alma a su aprehensiva pasión. Así, libre de haber escogido el comercio porque el dinero no le interesaba, se instaló en la gran ciudad en un apartamento propicio para poner su estudio en marcha. Nada le interesaba más que crear el microscopio más potente, la lente con la que pudiese observar el todo, más allá de la materia, más allá de lo podría considerarse otro universo. El tiempo pasó, nunca asistió a la universidad, el dinero se le estaba agotando. Un día, un amigo francés vino a su casa después de haber visitado una vidente misteriosa, cuyas revelaciones habían tenido el peso trágico de la verdad, del futuro inverosímil pero posible a partir de sus palabras. El amigo está por decirle lo que la vidente le ha dicho, pero se queda a medias en su revelación, le dice que no debería darle importancia. Linley decide entonces hacer una visita a la vidente para que le permita hablar con los muertos, con el único hombre sabio, ya de ultratumba, que pudiese revelarle el secreto para crear el microscopio perfecto. Al llegar con la señora de apellido impreciso —es mi memoria la que falla— le dice por qué ha venido, que está al tanto de lo que desea, pero que le costará muy caro lo que quiere saber —aquí no habla de un valor monetario, sino de algo más. Al fin se le da la respuesta: un diamante único es lo que necesita.

Regresa exaltado, le cuenta al amigo francés lo que acaba de revelarle la vidente y éste esconde algo en su bolsillo y se pone a la defensiva, no dejará que le haga ningún daño. No se sabrá que la vidente ya le había advertido lo que iba a suceder, que Linley iba a venir hasta él para… lo tranquiliza, le dice que se equivoca en sus suposiciones, que no está al tanto de lo que él sabe, que tan solo le han confesado lo que nunca podría haber sabido. Los amigos acuerdan tomar un trago, Linley baja por la botella y los vasos, con la idea desquiciada de conseguir el diamante al precio que haga falta, la muerte si es necesario. Beben juntos, se tranquilizan los ánimos hasta que Linley le cuenta todo, detalle a detalle, lo que la vidente le ha confesado. El amigo francés, Simón, confiado, no se da cuenta de que le han puesto belladona —substancia extraña— en su vaso, por lo que minutos después cae en un profundo sueño. Entonces Linley toma el diamante de la bolsa del saco de Simón, lo lleva a la cama, lo recuesta de buena manera y, tomando la daga con la que antes Simón había intentado defenderse, con la otra mano busca el punto exacto del corazón y le atraviesa el pecho hasta la muerte. La escena del crimen fue manipulada de tal manera que pareciese un suicidio, nadie sospecharía de él.

Sin remordimientos, obnubilado por el deseo irrebatible, frívolo, de crear el microscopio, se dedica de lleno durante días hasta que por fin logra lo que desde niño había deseado. El microscopio funciona, puede ver más allá de la materia, de lo que se puede ver y de lo que existe. A través de la lente ve a una mujer bellísima de la que queda prendado, obsesionado con sus formas y sus maneras. No se explica de dónde viene, qué es lo que hace, por qué va a ese árbol y come la fruta que se ha caído sobre la hierba fina, verde, mojada del rocío del tiempo. La llama de una forma, se enamora hasta la obsesión. No se explica con precisión qué es lo que ve, hasta que un día ve —sin creerlo, no quiere creerlo— la figura de Simón, malherido, junto a la bella y onírica mujer. Lo puede ver a través de la lente, su paso forzado, la sonrisa desafiante, la mirada escrutadora, Simón sabe que Linley lo está viendo, que le tiene celos. Y Linley no sale de su asombro, oye cómo Simón se ríe de él a carcajadas a pesar de que no pueda escuchar nada.

Ya no puede mirar, se recuesta en el suelo y empieza a girar sobre sí mismo. Inferior. Infierno. Hace sencilla la comparación, eso que ve es el inframundo, esa es la respuesta, no es tan sólo su remordimiento que ha tomado fuerza ahora puede ver lo que le espera. Un artefacto para poder ver el infierno, el lugar tan por debajo, tan invisible. Está enamorado de una muerta, no puede estar con ella, Simón lo sabe bien, es él quien ha salido ganando al tener a la mujer para sí, para que le cure las heridas y le permita vivir otra vez. Se castiga sin duda a Linley, esa es su condena, estar vivo y nunca poder estar con la mujer sepulcral de la que se ha enamorado, enamorado de la belleza tan perfecta que no existe, la gracia absoluta que se consigue sólo cuando se muere, de ahí su aspecto de otro mundo, del otro lado.

Mil palabras y me agoto. ¿Cómo salir de este infierno, de esta prisión que es el mundo?


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