Silencio

Silencio, silencio era lo que me hacia tanta falta ayer, día de ruido, de muchas voces, de desespero. Primera vez desde hace mucho que deseé que mañana llegara pronto porque ya no podía con el hoy y su latente, trepidante, tumultuoso, infecto ruido. El día se había infectado y solo el mañana provocaría una catarsis. Dormí como nunca, despertando más temprano y con más energía. Acostarme temprano me salvó del ruido de los vecinos, mismo que duró hasta muy tarde de madrugada y que hace que ahora, cerca de las diez de la mañana, los infelices todavía duerman. Anoche fue un hablar fuerte y un vaivén constante, los pasos de un lado a otro sin cese, sin pausa, como si su apartamento se hubiese transformado en camino: los vecinos hacían una caminata de kilómetros cuadrados, en apartamento, en interior. Voces y gritos. Esto invalida la creencia de que al que madruga dios lo ayuda remplazándola por la de a quien duerme temprano se salva del ruido del exterior, del ruido vecinal. El sueño que libera y salva. No me desperté más que una vez durante la noche, y me volví a dormir casi al instante, un grito más y aquí no pasa nada.

Llega la mañana, la rutina, el café, los huevos con tocino de desayuno y el noticiero de fondo. Progresivo regreso a la normalidad contra mi nulo optimismo que espera un segundo confinamiento. No aprendemos, nos hace falta perder a una persona cercana para que tomemos conciencia, ya que el regreso a la engañosa normalidad se hace sin cuidado. No es su culpa, carecen de la información necesaria, ellos quieren que el mundo vuelva a tomar el mismo paso acelerado de antes, no aprecian la calma, la lentitud. Todo debe apurar su paso, no se nos ha enseñado a esperar. No dejamos de ser niños impacientes, autoritarios, sin empatía, queremos ahorrar tiempo para poder malgastarlo. No a la espera, nunca, revolución contra las pausas, contra el tiempo muerto, contra el silencio. Se quiere ruido, una dosis mínima de caos para sentir que el entorno tiene vida. Las manifestaciones han regresado, su glorioso retorno a las calles para quejarse de algo que no va muy bien. Están en todo se derecho, no vivimos en una sociedad perfecta, y las pequeñas luchas llevan a substanciales cambios, pequeñas libertades otorgadas, derechos que antes no se consideraban fundamentales. No hay revolución, cambio sin opiniones encontradas. Ya no es la lucha de clases, es la lucha entre ciudadanos de a pie contra el gran aparato gubernamental. La queja, la inconformidad es el motor de cambio de la sociedad. La evolución a base de la discordancia. Se celebra el regreso de las luchas sociales, de lo que no tienen voz y quieren ser escuchados, la masa real, física y no virtual que tiene un impacto más grande que cualquier movimiento liderado desde un escritorio.

El ruido no da paso al silencio y a la contemplación. Ayer yo estuve en huelga, renuncié a seguir el paso del día, inconforme, furioso e intolerante. Me fui a dormir como protesta, a la mierda con este día, que venga el siguiente que será igual de largo pero con fortuna estará más libre, más limpio. Un mejor día sin ataduras, sin la obligación de salir de casa, de compartir la ciudad con la gente. Me alegra no ver a nadie más que a las personas que me son cercanas: mi novia y el no pocas veces insoportable gato a quien le tengo un cariño a plazos, cuando no hace ruido y destrozos, el mejor gato cuando está dormido. Este amor por el aislamiento y la soledad tiene su precio. Cuando por fin se sale y se interactúa con los demás uno se vuelve el raro, con conversaciones fuera de lugar, con comentarios desfasados y opiniones mundanas. Es el acto de ponerse una máscara para salir y evitar ser conocido como el que soy en casa, como el que lee y escribe como alimento de cada día. Me pongo la máscara para esconder el hastío que sus rostros me provocan, para sonreír ante el desagrado. Esta máscara incluso me engaña a mí mismo, me hace pensar que no todo está tan mal, que el día ha valido la pena porque he visto el esbozo de algunas sonrisas, porque esto es contagioso y yo quisiera responder de la misma manera pero no puedo, un cubrebocas me oculta el rostro, imposible el pago de la misma forma. Aun así sonrío, esperando que hayan sido capaces de descubrir la sonrisa en mis ojos, en la mitad libre de mi rostro, en mi voz que les desea un buen día. Después se pasa a otra cosa. Me alegra el día el saber que todavía veo belleza por todas partes, que la mujer en este país es mágica y casi siempre bella. Es una tipo de mujer a la que no estoy acostumbrado, siempre distintas a mí, tan extranjeras, tan extrañas. Su belleza radica en su exotismo, en su evidente diferencia. A veces peco de indiscreción, de curiosidad y miro directamente a los ojos no sin antes haber recorrido en un segundo a la mujer de pies a cabeza. Sin embargo, es siempre su rostro la primera puerta, si bien la mujer no tiene puertas, como el mar. Yo nado en el mar intempestivo, tan indomable como tranquilo de la mujer. Un mar para perderse, para naufragar o para ahogarse si se quiere, una muerte pequeña que nos lleva en un soplo al cielo y al infierno; la tenemos, fue nuestra y nos ha consumido con su encanto. El deseo de ir a nadar, a perderse y a naufragar en otros mares hasta que el deseo se nos termine. Llegar a la mujer y a su enigma, descubrir el secreto que sus aguas esconden, nadar contra marea, sin dejar intimidarse por su oleaje; dejarse llevar, flotar cuando ya no se pueda avanzar. El mar caprichoso, la mujer libre de irse y dejarnos a la deriva. Acabar con mil palabras. Hemos nadado en ella.

23 de diciembre 2020


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