Llegarás tarde

No me has respondido. Muy natural en ti, yo hago lo mismo, me dejo llevar por lo presente sin tomar en cuenta lo que me ronda como fantasma. La distancia nos borra, y un hilo nos une. Ayer conté nuestra historia, la nunca terminada, de mínimo comienzo, todavía en pausa. Los días llegan cálidos, se atrasa el anochecer, la vida que duerme más tarde. Fue en un parque, le conté a Ángel nuestro encuentro y desencuentro, tu presencia intermitente, mi soledad anclada en tu persecución, ver tus fotos de vez en cuando para ver cómo has cambiado. Seguimos en contacto, por temporadas, interrumpido pero renaciente. Ella me escribe cuando la noche es nostalgia, cuando algo la falta luego del insomnio. Me llega su voz, la tengo todavía guardada y me sorprende no escucharla todos los días. Desapareció durante unos meses, pero cuando se suponía mi regreso ella volvió desvaneciendo toda su ausencia. ¿Crees que sería posible un reencuentro si tu regresaras? No lo sé de cierto, sé de incertidumbre, hemos cambiado, ya no somos los mismos. No sé, no sé si yo podría renunciar a esta vida, si ella estaría dispuesta a renunciar a la suya. Ella no tuvo más opción que dejarse vivir, conducirse por el cauce del deseo, su voluntad que no la detuvo. Veo sus fotos, una sonrisa diáfana, luminosa, de inusitada alegría. Yo no podría darle esa felicidad de la que ella ahora goza, mi ser apesadumbrado le nublaría los días. Mi permanencia le infligiría un ligero daño, le robaría parte de su vida.

Solo imagino, lo nuestro no puede ser. Me corrijo: lo nuestro fue, y ya no hay manera de recuperar el poema no dicho. Nuestro amor fue tormenta, un entreverado espectáculo luminoso de relámpagos. Tormenta controlada, tempestad que duró poco, y después vino la calma al separarnos. Ella era poesía, Ángel, me leía poesía todas la noches, después enarbolábamos besos infatigables, labios como peces desesperados, bocas que se decían tanto sin decir nada. La recuerdo quedándose un minuto más, todavía es muy pronto para que te vayas, quédate. Nunca dormimos juntos, nunca una noche hasta el amanecer. Es porque éramos jóvenes, vivíamos con nuestros padres, cada uno regresaba a su casa de noche. Mi instinto enamorado y conservador no me llevó a más, la dejaba en su casa en lugar de proponerle un escape, la unión de los cuerpos que nos hervía cada noche. Todo se enfriaba hasta el día siguiente. La buscaba con la mirada, la encontraba en los pasillos de la universidad, sus labios rojos, sus pasos viniendo hacia mí. Me miento cuando digo que regresaría solo siendo diplomático. Regresaría solo por ella, por una promesa, la tentativa de volver a ser feliz. Su sonrisa se ha agrandado, ya los frenos no le hacen mella en su fisionomía, mujer que no conozco. Es ella la que ha cambiado, yo sigo siendo el mismo, en valores negativos, decadentes.

El pesar se vuelve estruendoso, punitivo, de insaciable impostura. Venir y escribir de arrepentimientos, del hubiera, remordimiento, lo no superado, lo no concluido. No sé si ella experimenta esta o parecida amargura, si sufrió al principio hasta acostumbrarse a una adormecida ausencia. Primero un año, quizás regresa pronto, los meses que ha pasado galopantes. Pero no fue así, lo que vino, intempestivo, fue el no retorno, la renuncia. Y como castigo, porque ella tuvo que quedarse, ha sido esta nostalgia perenne, la rememoración continua, la existencia a partir de las reminiscencias de mi corazón agrietado. Vivo aquí pero con el amar allá, con mis pasos fantasmales en las calles de antaño. Con ella de la mano, recorriendo juntos el vasto porvenir prometido, una existencia basada en los sueños, aquella casa inexistente, antigua, con un gran patio. Y yo te veía andar por esa casa luminosa de largos pasillos, el patio central, tu abrazo en mi abrazo. Ahora esa casa es de penumbra, de tan pocas certezas como devaneos, la representación fiel de mi saudade.

Te escribo como testamento, por si algún día la muerte me impide el paso hacia el mañana, o si me corta el hilo que nos une, o me impide cruzar el puente de palabras que me empeño en sostener en solitario. Temo mi muerte, pero temo más la tuya. La muerte que siempre es de los otros, la muerte que yo he de sufrir cuando te vayas, sin tiempo para las despedidas. La casualidad nos ha mantenido vivos, andantes, con el incesante deseo de vivir. Yo me hago ilusiones con el rencuentro, los abrazos, los besos de tibio aliento. Si supieras que ya no suspiro, que ya nada me corta la respiración, que no me he enamorado desde hace mucho. Lo sabrás a su tiempo, cuando ya no tenga el aliento para decirte palabras insensatas, o cuando el paso de los años sea inapelable hasta el desgaste de lo vivido. Para mí no hay mucho futuro, pero para ti llegará el compromiso, el matrimonio, y con ello el olvido, la negación del rencuentro en el que yo he puesto todas mis apuestas. Ese momento será ya tarde, irremediable, como un tipo de muerte. Confío en que la impostura te vuelva obstinada, que no cedas a tus primeros impulsos, que esperes unos años más, pues seguiré tus pasos hasta donde sea imposible, hasta que me sea vedado tu deseo, mi desdicha. Si ese maldecido día llegara, como todo tiene que arribar, llenaré páginas blancas de amargura, de letras cargadas con el peso y el color de mi sentir. Párrafos enteros de lo que no pudo ser, mi acostumbrada desdicha, mi inaudito fracaso. Recibiré los aplausos de un público expectante, exigente y cruel. Aplausos para el artista decadente, de admirable fracaso, de feliz desenlace en la tristeza. Esa será la novela de mi vida, el remanso de textos de todos los días, la enumeración de mis pequeñas y personales desgracias, del tiempo reprimido en el ayer. Presente de la memoria, pasado irrecuperable pero obstinado.

Llegarás cuando yo me haya ido, libre de los arrepentimientos que después de la muerte todavía me atormentan.  


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