Variaciones

Vísperas de navidad, día gris, calles desoladas, ausentes del vaivén de su gente que se ha marchado para festejar en alguna otra parte. El silencio, el aroma a nada, la espera de la noche, el brindis con copas y botellas, el tintineo anunciando la medianoche, el punto medio entre dos días de regocijo. No es un día como ayer, él lo siente como si una fiera lo esperase detrás de la puerta, lista para darle una mordida de sorpresa, de regreso a la vida común. Hay algo en el ambiente que acecha como el deseo por cumplirse del niño que cree en los milagros. En el apartamento se respira el mismo aire, el entorno no ha cambiado, no se ha molestado en gastar en adornos superfluos, en un árbol de navidad con sus esferas y sus luces. Aquí no se festeja la Navidad, dirán los que se asomen a la sala, aquí se respira la desolación de un hombre cansado, ocupado en otros menesteres más urgentes que la fiesta de esta noche. Irá medio obligado, un día muy normal para él, pero no para ella y los otros. Sabe que el disfrute será intermitente, atisbos de alegría y de tristeza sucediéndose como una rueda de la fortuna. Estará presente y a la vez estará en otra parte. Se irá lejos en el recuerdo como esta mañana se dio el regalo de la memoria. Empecinado en hablar de sí mismo en tercera persona, un tono más impersonal de un narrador que lo sabe todo de su personaje porque el personaje es él mismo. Se dio el regalo de la memoria, dio un paseo presente en el pasado de hace más de tres años —ignora las fechas exactas—; empieza desde el inicio, desde la primera vez que pudo verla, su piel tan blanca, su pelo tan negro, sus labios fríos y sus ojos entre oriente y occidente. La profesora hacia la pregunta obligada, qué escritores franceses conocían. Los nombres caían como cascada y sin distinción entre épocas: Balzac, Maupassant, Flaubert, Camus, Víctor Hugo, Dumas, Céline, Boris Vian, Proust… unos habían leído traducciones, otros el original. Ella a su lado se frotaba las manos, nerviosa asentía a los autores que él mencionaba. Cuando la clase llegó a su fin ella se fue pronto, como si fuese a perder un tren, sin tiempo para que hablasen. Desde ese día él la persiguió con la mirada, la veía llegar a tiempo cada mañana, la gabardina roja de casi todos los días. No hablaba con nadie, él le había cruzado la palabra pocas veces, siempre cuando la clase empezaba o ella tenía que irse apurada. Tuvieron más tiempo de conocerse cuando un compañero coreano organizó una comida, todos invitados. Hablaron de verdad, comieron, bebieron e incluso bailaron. Tanto ella y él sorprendidos por su natural talento para el ritmo, se tomaron de las manos, se acercaron de otra manera los minutos que duró la canción. Ese fue el génesis, no recuerda si fue esa misma noche o fue otra. Era su cumpleaños, ella lo felicitó, quizás se quedaría durante el día en Lyon, pero llegada la noche tendría que marcharse. Él hizo todo lo posible para que se quedase, y sus esfuerzos rindieron frutos cuando el último tren había partido sin ella. Llamó para avisar que regresaría mañana, que esta noche se quedaría en casa de unos amigos. Fue tres días después de su cumpleaños, si se me permite la corrección. Salieron de noche, recuerda el vestido que ella llevaba, un vestido gris que se le pegaba al cuerpo. Bailaron, bailaron, bailaron el ritual de la seducción, se besaron a cada oportunidad, a mansalva. Regresarían tarde los dos solos, ella mirándolo enamorada, hipnotizada por la noche mágica y sin estrellas. Pequeño accidente en la bicicleta que le dejó una herida y cicatriz de recuerdo. Una vez en su cuarto continuaron los besos y caricias desenfrenadas, el largo vestido que se pegaba ahora al piso y no a su piel, su aroma indescifrable, mujer de las antípodas de piel tan blanca y labios fríos pero carnosos. Ensayaron todas las posiciones posibles, la noche era solo suya. Recuerda sus largas piernas, sus pechos, sus pies vueltos fetiche. Pasó la noche y el día rompió un poco el encanto de la madrugada. Ella se despertó primero, le decía palabras en su idioma materno. Se levantaron, tomaron la ducha juntos, él vio cómo el agua fría no le causaba ningún estupor, cómo pasada el filo helado del agua sin reacción, y le besó otra vez la piel cálida con el agua fría. Antes de irse le pidió que le tomase una foto, ella en la ventana, tan solo su silueta marcada por las sombras. Cómo podría saber que esos momentos no iban a durarle, que la desgracia estaba cerca de darle un golpe. Ella se fue, no volvería hasta días después, cuando decidieron ir al teatro juntos, cuando por vez primera se veían de día y caminaba de la mano por la ciudad. Ella guardó el billete del metro, gran fanática de la nostalgia. Él trataba de sobrellevar su espíritu atormentado entre dos mujeres. Se quedaría sin ninguna.

El último encuentro con O. fue la despedida, la manera en que ella se daba cuenta de que ya no sentía nada por él, de que el tiempo la había curado de amor, que podía avanzar, pasar a otras cosas. Él ahora recuerda todo esto entre la siesta del medio día y la vigilia, los recuerdos son una canción de cuna: los ordena, los clasifica, descubre detalles antes ocultos. Duerme con las manos rígidas, le duelen, las posa entrelazadas sobre su pecho, se imagina que asiste a su funeral en vida, su cuerpo ensayando el simulacro de la muerte.

Vísperas de Navidad y la idea trágica de un final anticipado. No puede con todos los recuerdos, no pueden guardar en sí mismo la eternidad. Es el hombre que es gracias a la memoria y el olvido. Necesita de las noches para limar los afilados picos de los remordimientos. Regresó y ha sido un regalo que el dinero no puede comprar. Viviendo de nostalgia.

25/12/2022


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