El cazador

No negaré que su silencio me incomoda, que es como un punzante escozor cuando el pensamiento no me lleva a comprender que la paciencia me traerá su respuesta como recompensa. Ya no guardo ninguna esperanza de verla a mi llegada a Guadalajara. No sé si estará ahí para mí, si la añoranza que sentía está todavía presente o si solo fue fruto de una desolación nocturna, de un mal día, de una puesta de sol vacía, sin la belleza de los demás atardeceres que nunca vimos juntos. Nuestro amor fue siempre nocturno, cuando la oscuridad vencía al fulgor del día. Las noches marcaron nuestros encuentros, cuando la poesía me arrullaba como brazos maternos, el cobijo de su voz y sus palabras, junto al roce de sus manos con las mías.

Vivo enamorado de un recuerdo, de una mujer pasada, una mujer distinta. Ella conserva su rostro, su cuerpo, pero su sentir se ha modificado con los años. No se pueden menospreciar las grietas en nuestros corazones después de casi cinco años sin tenernos. Ya no somos los mismos, ya no es solo ella, también soy yo quien ha borrado aquel sentir, aquella pasión por vivir una vida juntos. ¿Qué hago aquí? Supongo que ha sido la costumbre, la inercia, la distinta forma de vivir, la por fin lograda independencia. La añoranza estará siempre presente mientras mi memoria no la borre. No sé cuántos años pueda durar presente el recuerdo de un amor pasado. Debe ser su presencia constante la razón por la cual mi memoria no ha difuminado el recuerdo en la niebla del olvido. Pero esto es mentira, a B. no pude olvidarla, y ahora que está de vuelta, con su presencia a distancia pero absoluta, no se irá como un suspiro. A P. es quien ya no tengo muy presente. Me liberé de su recuerdo con el texto escrito hace unos meses. Me liberé también de S., dándole el mismo rostro que a P. y viceversa. Las encerré en el mismo sótano de mis recuerdos, les di vida y jugué con ellas hasta la perversión. Todo esto porque ellas se han desvanecido, ya no hubo ningún reencuentro, ninguna coincidencia, como si hubiesen muerto al impedir todo contacto. Ellas murieron junto al lenguaje que nos inventamos, aquella lengua ahora muerta de nuestro amor. Para P. fueron los libros, objetos que decían te amo en todas sus páginas; para S. fue mi completa entrega cada noche, la compenetración de los cuerpos y mis despedidas cada mañana dejadas en pequeñas notas, palabras fruto del instante que ya no podré repetir. Otras mujeres no se han ido, aquellas con las que la historia se quedó en pausa siguen presentes; también aquellas con las que no hubo un final repelente, un desencuentro amparado en el dolor. Mujeres con las que no pudo nacer algo más fuerte y con la marca fortuita de la decadencia han hecho de mi memoria su hogar. Ellas que son fantasmas y yo el lugar de las apariciones.

Lúgubre existencia la de este hombre apesadumbrado por el pasado que no puede cambiar y por el hombre que no pudo ser. Hombre sin atributos al que se le va la vida como el espectáculo silencioso del mundo a través de una ventana. Tratará de darle un significado a su somera y miserable existencia. Ávido de vivir, de conocer el mundo a través de infinitos libros, encerrado en una habitación que le sirve de refugio y de prisión. Leer no lo llevará a vivir lo que lee en la aparente realidad en la que vive. Su cerebro todavía está fresco, no se ha convertido ni en amante ni en caballero, no es Don Quijote, no ha dejado de leer para comenzar a vivir. No se ha dado el valor de inventarse una nueva vida sino que vive la misma monotonía y se contenta con ella. Su talento echado a perder, tirado a la indecisión, a la poca acción. La idea de que es mejor que muchos pero que más vale pasar desapercibido, que no está listo para los reflectores, para perder el tiempo con la medianía general del mundo en el que vive. Se consuela con el diario que lleva y con lo poco que escribe cada día. Así se prepara, entrenamiento literario: el café, la lectura y la escritura.

Un día nublado para pensar en Hemingway, para leerlo, para encontrar al maestro que le hace falta. Andará de la cocina al salón, con una taza de café entre las manos y un recuerdo a medias en la memoria. Buscará un libro en su biblioteca, no lo encontrará porque otro se le atravesará en el interés. Pasará de un libro a otro, recordará frases que no sabrá dónde las leyó por su desordenada forma de leer. Más de un libro al día, libros incompletos, a medio leer por todos los rincones de la casa y de su limitada memoria. Pensará en el suicidio que llevó a Hemingway a volarse los sesos con una escopeta, por qué este cuento habla de la ligereza moral de una mujer y de la cobardía de su marido ante el mundo salvaje. Narrador que se mete en la piel del león, y lector que siente cómo la bala le quema las entrañas, el sabor metálico de la sangre que sale por la boca, y el alarido ahogado de un animal —no muy distinto a nosotros— que respira agonizante, que muere poco a poco, segundo a segundo como en una eternidad torturadora. Pasar a ser el valiente cazador, después el cobarde marido y remedo de cazador. Vemos a nuestra esposa besar a Wilson. Una irá silenciosa nos recorre los huesos. Lo voy a matar, ella no me dejará por cualquiera, le advertí que ya no debía comportarse de tal manera. No me va a dejar, le interesa demasiado mi dinero para irse, una relación basada en la buena posición económica. En esto no hay amor, en lo nuestro no existe ninguna llama doble. Nos amamos de acuerdo con una norma, un contrato tácito. ¿Quién me escribió de esta forma?


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