Amarillo

Esto nace del asco, del malestar que ha invadido mi cuerpo, mi carne, el interior de mis órganos. Quiero vomitarme, execrar el día casi perdido, mi buen ánimo destazado por el día amarillo. Hay una leve tristeza con la intención de volverse profunda, de alojarse muy dentro del corazón y hacerlo latir a contratiempo. El día es amarillo porque me ha traicionado, porque no he despertado a buena hora, y no supe cómo comenzar de buena forma. Me he traicionado, no hay más culpable que yo mismo. Me siento desamparado como si alguna vez hubiese gozado del acojo de un tercero. Esto no iba a plasmarse en la página en blanco, esto no tenía razón de ser, sin embargo ha nacido como respuesta al desasosiego, a la desazón que me carcome el alma, el buen ánimo que creía perdurar a lo largo del día. Estoy harto incluso de mí mismo. Prueba de ello es que mis deseos de leer se han desvanecido. Tomé un libro y me sentí enfermo, leerlo me provocó náuseas y rechazo. Pude resistir las arcadas, no di paso al vómito del hombre enfermo, en su lugar fueron los abruptos eructos la única forma de catarsis o de exorcismo. No sabía que mi sensación de bienestar iba a caer de repente, a desaparecer en un instante. Las ganas de encontrar un libro se esfumaron al punto de convertirme en víctima de mi propio engaño. La culpa no la tienen las clases, pero quizás fue su repetición, el girar alrededor de un mismo tema. Mi atención colapsó, me dediqué al devaneo, la voz del profesor me llegaba de muy lejos, estaba de fondo y yo estaba frente a la renuncia, frente al vertiginoso abandono. Por momentos mi atención se fijaba en Sara, mujer irreconocible, sin máscaras, su rostro al descubierto, sin libros pero con una batería y guitarra de fondo. Una mujer bella por inteligente o inteligente por bella, adornada por las palabras, por su sentido crítico, por su sabiduría insospechada. Yo enamorándome desde muy lejos, de una mujer con la que apenas he cruzado dos o tres palabras. Lástima el no haber podido intercambiar más de esos momentos fatuos con ella, el no haber ido más lejos en la conversación cuando la tenía justo detrás mío durante una clase. La vi y, como mi mente se perdía, la dejé de ver para concentrarme en mi falta de concentración. De nuevo la voz de fondo, la de ella, la de los otros, la del profesor. Yo ya no estaba ahí, me encontraba muy lejos sintiendo una premonición, el hastío que iba a caer sobre mí como la noche. Pensaba en libros, en lo cerca que los tenía, frente a mí y de guardaespaldas. Pensé en huir hacia mi sillón, dejar que las voces se mezclaran, que se volvieran una especie de música de olvido. Pero resistía, me iba a otros lugares, dejaba de escuchar y pocas veces regresaba al tema. Supe de las quejas del profesor, de las protestas de mis compañeros ante las preguntas, ante la participación forzada. Después el silencio. Me había ido de nueva cuenta, ya los demás me explicarían lo que había pasado, yo ya no formaba parte del grupo que no se hacía escuchar. Y de nuevo Sara, su belleza indecible, su voz que me llegaba como si estuviese muy cerca. Una mujer sin libros de fondo porque era ella el libro, sus ojos y sus labios como páginas, como poemas, como prosa trepidante. Qué fácil se me da el querer, el enamorarme de una imagen, de la mujer que desconozco. Saber que lo mejor de no conocer a alguien radica en el hecho de no conocerlo. Cuánta ignorancia me invade, entre menos sé de ella más me gusta. Sara la mujer hecha a la medida de mi desconocimiento.

Alivio al sentir cómo la sensación de hastío, de asco, de enfermedad se diluyen al ver que la página se llena de palabras. La literatura no es solo mi venganza, es también mi placebo, mi cura contra la obstinada realidad que no deja de darme golpes. Estoy vivo, estoy consciente de que soy un remedo de males pasajeros, de estados subrepticios de la conciencia, una forma de rechazo, de instinto contracorriente que no siempre logra abrirse paso hacia la levedad, hacia el estado más puro del alma. Al final he sido sanado por la página en blanco al darme tiempo para teclear palabras, para dejar una huella de que poco en este mundo me es ajeno. Debería también culpar al encierro, el no haber dejado el apartamento durante todo el día. Antes de pensar en escribir pensé en entregarme a otros pasatiempos de menos trascendencia: ver una película, jugar un videojuego, entretejer una charla fútil con un amigo muy lejano. Me sumí en un estado de pérdida, de suicidio intelectual ante el paso de una imagen a otra, de un video a otro. Pude salir de tan endiablado encanto, pero no pude tomar la siesta contra el dolor de cabeza. Me contenté con el poco alivio que comenzaba a sentir, el día que se terminaba sin ser malo hasta lo enigmático.

Sé que no me siento bien, que algo me falta, que podría provocar una vorágine, una acción violenta para calmar esta desesperación, este desasosiego. No encuentro cura, estoy a la defensiva, a la espera de la más mínima provocación para dejar entrever mi yo maligno e indeseable. Me oculto, trato de fingir mi malestar, mi psicosis. ¿Quién es este que escribe entre el recelo y la reconciliación? Es un yo presente, un yo violento que nace con cada desacuerdo, que se revela contra la conformidad. Es el yo que en el diario de la cordura se regocijaba con el sufrimiento de los amores pasados, que se inventaba celadores de la memoria, que sentía placer con la agonía del recuerdo de las mujeres que no he podido recuperar. Mi imaginación que toca los límites, entre la luz y la oscuridad. He nacido como un hombre dividido. ¿Quién me ganará la partida?

23/12/2020


Deja un comentario